El Enano


Gabriel García[1]

Ya no tenía ni familia que visitar. Cuando llegué a Buenos Aires me recibió mi tío, con el que viví muchos años, pero desde que él murió quedé solo en el departamento en propiedad horizontal que me dejó. Así que el día que llegó el petiso no me disgustó que se quedara. Recuerdo que el muy caradura se acomodó y no puso fecha para irse. A mí siempre me gustó cocinar y él, que apenas come, me festejaba todas las comidas. Se quedó a vivir en casa y terminamos siendo muy amigos. Conversábamos, mirábamos juntos la televisión por la noche y a la mañana tenía alguien a quien despedir. En cuanto a ordenar la casa no me ayudaba en absoluto, pero me hacía compañía. Todo iba bien hasta que, un mal día, me hizo una jugada que nunca le perdoné. Desde entonces, la cosa cambió.

Resulta que había llegado una compañera nueva a mi trabajo. Eso fue ya hace más de dos años. En seguida sentí por ella una gran simpatía. Me gustó, y me gusta, porque es una chica triste, dispuesta a escuchar y a creer. Empecé a contarle cosas, y era inevitable que le hablara sobre el petiso. Con los demás yo ya no trataba el asunto, porque hoy día la gente se toma todo a la chacota. Pero en cuanto la conocí me di cuenta de que con ella se podía conversar. Le conté tantas historias sobre el enano que cuando le propuse venir a mi casa para conocerlo, aceptó. A decir verdad caviló, pero su curiosidad pudo más y arreglamos que fuera un sábado. Sospecho que desde hacía años ningún hombre la invitaba a salir.

Desde que prometió venir hasta la tarde del sábado en que la esperé, recuerdo haber sido inmensamente feliz. A partir del momento en que ella lo conociera, yo sabía que entre nosotros se establecería un lazo que no se rompería jamás. Hablé con él hasta calcular que se acercaba la hora. La verdad, le daba charla para que no se me escapara. Antes de que ella viniera cerré todo para que el petiso no se piantara por la ventana; lo conozco y no me quise arriesgar. Llegó, la hice pasar, y el muy turro del enano no apareció. Para colmo, sentí que su ausencia hacía resaltar el estado de abandono del departamento.

Al no verlo, ella cambió. Fue algo instantáneo. Sospecho que aceptó tomar un café por puro compromiso, y me escuchó con apuro por irse. Lo que hice después ya no la conmovió. Le mostré la mesita de luz debajo de la cual vivía el enano, pero la miró desde la puerta nada más, sin interés. Le volví a contar que cuando hacía frío dormía dentro de la mesita, y que se quejaba porque yo no limpiaba nunca y el interior estaba sucio.

Sabía que no iba a resultar, pero igual lo llamé hablándole a la casa en general porque no tenía idea de dónde se podía esconder. Le dije que se acercara, que había una visita y se la quería presentar. No le había anticipado nada del asunto porque sabía lo huraño que era. En todo momento le hablaba a ella sobre él como si se tratara de un amigo, y no como el bicho raro que era, para no herir su susceptibilidad. Hasta último momento tuve esperanzas de que apareciera. Para hacer un poco más de tiempo, empecé a contarle nuestras discusiones domésticas, todas muy cómicas vistas a la distancia, y hasta pensé que estaba interesándola otra vez con mi conversación, pero me interrumpió diciendo que se tenía que ir.

Creo que no pude hablar más, y la acompañé a tomar el colectivo.

- Disculpame, le dije. Voy a hablar con él. Lo tomamos de sorpresa. Disculpame.

- No sé cómo pude creerte una cosa así. Soy una estúpida.

Se me vino el mundo abajo. No sé qué más le dije en ese momento. Disculpame, disculpame. No sé qué más. Llegó el colectivo y se fue.

En cuanto entré, el enano salió del ropero como si tal cosa.

- ¿Estuviste todo el tiempo acá? ¿Por qué no saliste? ¿No ves que me hiciste quedar como el culo?

- Vos sabés que a mí no me gustan las visitas.

- Como sea, pero el departamento lo banco yo y tengo derecho a recibir gente en mi casa ¿no?

- No sé. A mí no me jodas. Si querés traerte alguna minita acá, avisame que me voy a pasear un rato y te dejo solo.

- ¿Cómo una minita? Es mi mejor compañera de trabajo. Todo el tiempo me pregunta por vos. Te la quería presentar.

- Por mí, no me presentés ni me traigás a nadie. Me gusta la tranquilidad.

- ¡Enano del orto! -le dije, ya exaltado-, ¡te aguanto acá todo el tiempo y no sos capaz de hacerme un favor que no te cuesta nada?!

- Del orto, tu abuela. Si andás con el asunto volvé mañana y hablamos.

Me aguanté para no darle un sopapo y cometer enanicidio.

Así fue como me hizo distanciar con la única mujer que me interesaba. Hasta perdí la oportunidad de hablar con ella en el trabajo, porque empezó a evitarme. No hace falta mucha imaginación para pensar que desde entonces me odia.

Por una semana, o más, en casa dejamos de hablarnos. Por las obligaciones que impone la convivencia, en poco tiempo volvimos a dirigirnos algunas palabras y, después, a tener intercambios cada vez más largos. Es duro reconocer que la vida, para mí, volvió a pasar por la presencia del enano que me hacía compañía. Desde aquel sábado fatídico la relación con mi compañero de cuarto se enfrió, pero de todas maneras era el único que estaba a mano para intercambiar alguna idea, para acompañarme a mirar televisión.

De todos modos, nunca pude olvidar que me había hecho perder aquella oportunidad de enamorarme, la única que se me había dado en años.

Unos meses más tarde me tropecé con una revista sobre leyendas argentinas. Mal escrita, pésima, pero reveladora. Nunca me había interesado por esas lecturas, pero ahora tenía un enano que no me llegaba a la rodilla viviendo bajo la mesita de luz. Leyenda o no, lo que vi más parecido a lo que tenía en casa (nada de duendes, elfos ni artículos europeos) fue el dibujo del Pombero. Me guardé la curiosidad por unos días y, en cuanto pude, revisé Internet; los muy cretinos hasta ofrecen filmaciones y fotos berretas sobre los enigmas más grandes del universo. Constatar la infinitud de la estupidez humana es algo que hace crecer en mí una mezcla de placer y vértigo estético. No sé por qué, pero lo disfruto; es como cuando veo a alguien que se tropieza y se cae: después me da lástima, pero igual me sigue la risa. Si uno tiene tiempo, vale la pena recorrer esa galería de monstruitos truchos, fotografiados y filmados: merece que lo miremos y reflexionemos acerca de cómo, a partir de esas imágenes indefinibles y toscas, la gente llega a concluir que está viendo algo.

En Internet, decía, encontré cientos de versiones sobre el verdadero carácter del asunto (después de todo, ¿quién sabe hoy lo que es verdadero?). Después dejé las imágenes, porque lo que me preocupaba era lo conceptual. Entre un fárrago de afirmaciones inverificables, lo más importante, a mi juicio, resultaba ser la versión de que el Pombero se enamoraba de mujeres solas y les impedía que se casaran, espantando a los pretendientes. Pensé que el mío podía andar por ese rumbo, aunque un tanto desviado de la versión original. Así que un buen día, conversando sobre bueyes perdidos y como quien no quiere la cosa, decidí encarar el asunto.

- ¿Vos tenés algo que ver con el Pomberito, petiso?, le pregunté, como si estuviéramos revisando un álbum familiar de fotos.

- ¿Yo? Nada.

- ¿Nada de nada?

- Ya te dije que no.

- ¿Pero sabés de quién te hablo, por lo menos?

- Sí, ya sé. ¿Pero vos te pensás que todos los enanos nos conocemos? Esos son del Paraguay.

- ¿Y vos de dónde sos?

- Yo nací en Corrientes y Rodríguez Peña. ¿Por qué?

- O sea que sos porteño, vos.

- Sí. Y a mucha honra. Yo no hice nada contra los provincianos. Nos quieren cargar con la culpa de Rivadavia y la oligarquía. La vivo acá como puedo.

- ¿Y qué viniste a hacer a Floresta?

- ¿Sabés qué pasa? En el centro ya es un quilombo, no se puede vivir más. Siempre tráfico, siempre sirenas, concentraciones. Andan todos nerviosos.

- ¿Y por qué no te vas al bosque?

- ¿Hoy estás en vivo? ¿Vos te ves viviendo en el medio de la naturaleza, sin un kioskito, sin una calle llena de casas?

- Yo no, pero el enano sos vos. ¿O ustedes no viven en el bosque?

- No hablés de lo que no sabés. Te quedaste en la historia. ¿No oíste hablar del desmonte, pelotudo? ¿No te enteraste de lo de la puta soja, del glifosato que hace mierda todo? Supongo que los que quedaban tuvieron que rajar. Pero yo soy urbano. Le escapo al mucho ruido, pero el aire puro del campo pienso que me haría mal. Esa soledad... dejate de joder. Acá te asomás y ves pasar gente, autos...

- Vos querés ver gente, pero el día que traje a mi compañera no te asomaste.

- ¿Otra vez con eso?

- Y sí... ahora, aguantatelá. Te vino a ver y me hiciste quedar como un mentiroso.

- ¿Y qué me tiene que ver a mí? ¿Qué tenés que andar exhibiéndome a tus amigas? ¿Te pensás que soy tu mascota, gil? No me asomé porque no se me dió la gana. Aparte, a los enanos no nos tiene que ver cualquiera. Bancatelá.

- ¿Sabés que pienso?: que vos sos medio como el Pomberito, que le espanta los novios a las mujeres.

- ¿Y eso qué tiene que ver? ¿Vos me tomaste por trolo?

- No sé. Pero te plantaste acá y no me dejás hacer mi vida.

- Tu vida hacela, pero a mí no me metás en quilombos. Yo... si quiero salgo, y si no quiero no salgo, y se acabó.

- Vos pensás sólo en vos, enano.

- Y sí. ¿Pero vos sabés cuántas nos hicieron a los enanos? No tenés idea. En cuanto nos descuidamos, nos cagan. Los humanos están por todos lados y ya no sabemos dónde meternos. Son años de escondernos. ¿Te creés que es fácil eso? A los osos panda por lo menos los cuentan para ver si se van a extinguir. A nosotros no nos dan bola. Ni siquiera nos registran, para la ley no existimos. Con eso de seres legendarios terminaron de ignorarnos. A un perro no lo podés maltratar porque hay leyes que protegen a los animales, pero vuelta a vuelta hacen mierda a un enano y nadie se entera.

Aunque sentía rencor, me dio un poco de pena.

- Yo te acepté, petiso. Viniste y no te pasó nada. ¿O no?

- Sí, pero media hora antes me había metido en el jardín de al lado y casi me come el boxer. Ahora, de bronca, cuando se duermen todos me asomo por la medianera para joderlo.

- ¡No me digas que sos vos el que lo hace ladrar de noche!

 - ¿No te lo estoy diciendo? Y le tiro piedras. Por hijo de puta.

- ¡Pero qué ganas de joder! ¡No lo molestés más!  ¿No ves que nos va a enloquecer a todos?

- No te calentés que a ustedes no se los va a comer. Vos no sabés de todas las que escapamos los enanos. Hasta los gatos gordos nos persiguen.

- Vos te vas por las ramas. Estábamos hablando de otra cosa.

- ¿Qué cosa?

- De que por un capricho tuyo me hiciste perder una amiga. Y que me gustaba. La invité a salir y vos me cagaste todo.

- Y bueno, disculpame. ¿Qué querés que te diga? Decile que venga otra vez que me voy a asomar. Me hago el enano un rato y te la ganás. Eso sí, andá pensando que después por ahí me agarro mis cosas y me tomo el buque.

- ¿A dónde te vas a ir, enano? Quedate que no pasa nada.

- Nunca se sabe. Una persona sola nos acepta, pero ya cuando hay dos o tres la cosa se nos va de las manos.

- ¿Cómo podés saber eso?

- Lo sé. Es la vida del enano. Es así. Aparte, me gustaría irme a un lugar con un poco más de verde. No sé, puede ser Ramos Mejía o Villa Luzuriaga.

Como noté que estaba un poco ofendido, le dije:

- Enano, quedate tranqui, no pasa nada. ¿Querés que abra una cerveza?

Aceptó. Traje un vaso para mí y la copita de licor que él usaba. Tomamos. La cosa quedó ahí. Pasamos a otro tema. Yo seguía resentido, pero se me pasó un poco pensando en que por lo menos prometía asomarse. Empecé a fantasear. Mi amiga iba a aceptar la invitación y él, en lugar de venir a hablar normalmente como siempre, iba a hacer la del enano: ya lo imaginaba asomando la cabecita, dando una corridita no sé por dónde, porque en casa no hay mucho para correr, ni pasto alto donde meterse para disimular su figurita. Ese día, cuando ella se fuera, el enano se mataría de risa por haber actuado como los demás piensan que un enano se debe portar. Y yo habría restablecido mi contacto con Laura, y ahí empezaría lo demás. Pero no.

Intenté, pero nunca más logré que Laura me escuchara.

Unos meses después, el enano se fue. Y ni me saludó.



 

[1] Docente en Jefe de trabajos prácticos en la materia Introducción al pensamiento científico, en la unidad académica Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires -  Sede San Miguel (Cátedra: Gaeta). Ramos Mejía 841 (1405), Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Email: aristotelesforever@hotmail.com